domingo, 6 de enero de 2008

Reynaldo

Reynaldo...el hombre, que cuando niños ambos, sus caricias, abrazos y miradas juguetonas de hermandad y familiaridad, habían sido mías en los días de veranos que solíamos estar rodeados de sus árboles, hierbas e inmensas palmeras que habían alrededor de su casa.
Reynaldo...el niño que me miraba con sus grandes y expresivos ojos del color de la miel, en los días que las brisas del verano eran fuertes y estremecían todo lo que había al paso; y allí desde nuestro lecho de niños, esa hamaca era testigo de este cariño inocente.
Reynaldo...¿es que ahora he cambiado? ó, ¿ahora tú has de ser diferente?, yo lo sé, que algún misterio tu has de esconder en la intimidad de tu ser. Luego, no me has dicho nada. Te veo hoy, y mi mente todavía percibe esos recuerdos de cuando eramos unos críos, bajo las riendas de la ingenuidad.
Reynaldo, hombre, ¿qué desconocido secreto invoca tu silencio cuando estas cerca de mí?
Quiero saber cómo eres en estos momentos, y revivir todo el tiempo en que nos separamos.
En tí está todo lo que yo quiero para mí.
Quiero que me desees, cómo jamás te ha de haber apasionado la mujercita que se robó tus abrazos esa mañana de verano.
Reynaldo, ¿qué tengo que hacer para que esos ojos de la miel retornen hacía mí?, ¡llorar lágrimas de sangre!
¡La sangre pariente, la sangre compartida que corre por tus venas y mis venas!
Nos tiene así, bajo las riendas del pecado.